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TE AMO

  • Foto del escritor: Rocío Belén Paleari
    Rocío Belén Paleari
  • 7 oct 2018
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 10 oct 2018

Cuando un domingo de mirar series y apapacharse no es suficiente.

Entre las estelas de humo, abajo del cielo despejado de la ciudad, en la terraza del bar de la esquina, al que habíamos ido a tomar una cerveza y picar algo casi sin hablarnos, como todos los domingos cuando ya nos aguantábamos, después de estar toda la tarde mirando alguna serie tirados en la cama, Guido imitaba al enano de Games of Thrones.

-That’s what I do. I drink and I know things.- dijo.

Levantó el vaso y apuró un trago. Esbocé una media sonrisa, liquidé la pinta y le pedí otra al mozo. Me hice la que miraba la tele hasta que él sacó su celular y lo volví a mirar. Observé su cara iluminada por el brillo de la pantalla. Ya no éramos los dos adolescentes que se conocieron en la facultad. Guido había logrado rellenar cada recoveco de su barba con pelos. Yo ya usaba crema antiage. Él había empezado a cuidarse más con lo que comía. Y si yo engordaba dos kilos necesitaba más de diez días para adelgazarlos. Sí él jugaba dos picaditos seguidos al ritmo de nuestros sobrinos se acalambraba. Y si yo me acostaba mis tetas, caprichosas, se escapaban en direcciones contrarias. Ya nada estaba en su lugar, pero seguíamos siendo jóvenes, más jóvenes que lo fueron nuestros padres a nuestra edad.

El mozo trajo la otra cerveza y me prendí un cigarrillo. Le di dos pitadas y Guido levantó la vista del teléfono.

-Habías dejado…

-Sí, pero con todo lo que paso…

-A mí también me dolió, pero no vale la pena que vuelvas a fumar

-No sé si quiero dejarlo

-Está bien, igual te amo

Entre a casa apurada por llegar al baño a hacer pis. Él se sacó la ropa y la puso adentro del canasto para lavar. Me había costado años lograr que lo hiciera. Me cepillé los dientes y me puse crema en la cara. Guido cagaba, le pase el pote de espuma de afeitar para que lo leyera y no me rompiera las pelotas. Me metí en la cama antes de que saliera del baño. Se metió en la cama y me cuchareo. Pasé mi mano por la suya, por su alianza, y la deslicé por su antebrazo. Me di vuelta y lo besé. Intento seguir tocándome y lo frené.

-Todavía podemos hacer otro- dijo.

¿otro qué? ¿otro aborto? ¿otro bebé muerto en el parto? Teníamos treinta y dos, diez años juntos, dos embarazos compartidos y ningún hijo. Al que no quisimos lo dejamos ir por el desagote de la bañadera y al que quisimos la vida nos lo arrancó en una sala de partos y lo lloramos. No estás pujando bien mamita, era todo lo que la enfermera repetía mientras mi cuerpo se abría en dos.

Lo volví a besar, dejé que se subiera arriba mío, que me montara mientras lo envolvía con mis piernas, cuando me aburrí contraje un poco más los músculos, pegué mi pelvis a su cuerpo, gemí en su oído y enseguida acabó. Guido se durmió, yo apagué el televisor y me quedé mirando al techo. No sé cuánto tiempo paso. Su respiración se escuchaba cada vez más profunda, dijo algunas palabras inteligibles entre sueños y se movió un poco. Yo seguía ahí, inmóvil, mirando al techo sin poder dormirme. Me levanté a la cocina a buscar un vaso de agua. Y ahí estaba, al lado de las hornallas, en el porta utensilios, la cuchilla, de acero inoxidable, brillante, con su pulcro mango blanco. Caminé al cuarto con el arma empuñada, me paré al borde de la cama y lo miré por última vez. Así lo quería recordar: sereno e inmaculado. La primer cuchillada la clave limpia, directo al corazón, y después otra, y otra, y otra, mientras la sangre salpicaba mi pijama.



 
 
 

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