MANUELA
- Rocío Belén Paleari
- 7 oct 2018
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 10 oct 2018
¿Qué pasaría si con un ritual pudieras clavarle las garras a la mujer de tus sueños?

El Oso volvió del mercado de pulgas con una lámpara nueva. Le puso un foquito y la colocó en la ventana. Apagó todas las luces del departamento, acercó una banqueta, corrió las cortinas, prendió la lámpara nueva y se sentó a esperar el ritual de los jueves a la noche.
Unos minutos más tarde la mujer calavera subía las persianas de su departamento y corría las cortinas. Se sacaba la ropa. Poco a poco. Lentamente. Dejaba caer su remera, su jean, se quedaba en ropa interior. Se paseaba por ahí. Sabía que El Oso, desde su departamento, la miraba con ternura. Se reía. Desde su ventana se reía de aquel hombre que la deseaba.
Ella se paraba desnuda frente a la ventana. Su desnudez era sagrada. Nadie la conocía. Sólo El Oso la veía desde el otro lado del vidrio. Su pelo largo y moreno recorría su espalda y sus tetas rebotaban cuando caminaba. Tenía una calavera tatuada en el tobillo. Ató su largo pelo en un rodete y recorrió la casa sin sentido.
Desnuda, siempre desnuda. A veces el pelo suelto. Otras el pelo recogido. Siempre sin ninguna prenda y sin ningún acompañante. Jamás la había visto tocarse aunque deseaba con toda su alma que ella lo hiciera.
En algunas situaciones parecía que ella lo iba a hacer. Él, desde su ventana, le hacía señas, gestos. Le pedía que bailar, que se desnudara todavía con mayor lentitud. Le pedía que se tocara pero nunca pasaba. La realidad es que El Oso, a pesar de verla siempre como Dios la trajo al mundo, nunca había visto con claridad lo que la mujer tenía entre sus piernas. Se lo podía imaginar. Se lo hacía con frecuencia. Siempre que se sentaba en su banqueta a observarla se lo figura en su cabeza. ¿Cómo sería la vagina de la mujer calavera?
La había esperado muchas veces en la puerta del edificio donde ella vivía. Ella nunca aparecía. Todo lo que El Oso conocía de ese espectacular ser, lo conocía a la distancia. De ventana a ventana. La conocía desnuda, sí. Pero no sabía su nombre, su edad, a que se dedicaba, que le gustaba. Todo eso se lo inventaba.
Se imaginaba a él mismo dándole placer. Separándole las piernas. Acercando los labios de su boca a los labios de su vagina. Introduciendo su lengua en su sexo. Lograr que la chica calavera gimiera. Hacerla acabar. Una y otra vez.
Otras veces la imaginaba montada sobre su pija. Galopándolo. Sus tetas golpeándose. Su pelo, libre, moviéndose. Se imaginaba sintiendo el roce de los muslos de ella contra sus caderas.
Había llegado a imaginársela tragando su semen. Ella se arrodillaba. Él le agarraba la cabeza y ella, mirándolo a los ojos, abría su boca para que se la llenara de sus fluidos.
También se había imaginado eyaculándole los pechos y todo su liquido escurriéndosele por la piel. El Oso la quería poseer. Quería robarse a esa mujer que se hallaba más allá del otro lado del vidrio y embestirla. Quería llenarla de su piel, de su olor, de su semen y de su ser. Pero no, la mujer Calavera sólo se dejaba ver.
Una vez que El Oso acaba, cerraba las cortinas, prendía la luz y ponía a cenar frente al televisor. Al finalizar el ritual, su vida volvía a lo mismo. Bañarse e ir al trabajo, volver a casa, mirar tele, dormir. El fin de semana tal vez tomar unas cervezas con amigos, si tenía suerte, llevarse alguna chica a su departamento. Pero los jueves eran distintos; los jueves se convertía en El Oso para clavarle las garras a la mujer de sus sueños.
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